USB (Memorias Únicas Sacadas del Baúl)

“…El hecho de que sigamos vivos es un milagro, porque cada día de nuestras vidas enfrentamos Mil Maneras de Morir”, reza el intro de aquel famoso programa de televisión, y en cierta etapa de mi vida esa descripción me calzaba con gran precisión.

Unas veces por imprudencia, otras por ignorancia, y el resto por la suma de ambas, corría riesgos innecesarios, rayando ocasionalmente en bochornosa irresponsabilidad.

Mi amigo Ramón (el güero) y yo éramos propietarios de dos flamantes Chispa Carabela, una especie de “eslabón perdido” entre una moto y una bicicleta.

Era divertido, económico y muy práctico trasladarnos así a la universidad y a donde fuera, emulando a Pedro Infante y Luis Aguilar en ese clásico del cine mexicano (A toda máquina); no faltaban las bromas, los momentos chuscos y… “malamente”, la imprudencia (por lo menos de mi parte).

Ese espíritu de competencia que parece inevitable tener si hay testosterona en tu plasma sanguíneo, nos llevaba a probar las motitos jugando carreritas.

Mi moto tenía un mejor arranque, por lo que siempre adelantaba a Ramón en los primeros segundos de carrera; pero su motito desarrollaba un poquito más de velocidad a la larga, por lo que más o menos unos treinta segundos después del arrancón, el güero me rebasaba lentamente entre carcajadas de villano de caricatura, sin que yo pudiera hacer algo para evitar el “humillante” rebase.

Habiendo sucedido lo anterior en varias ocasiones, comencé a responder con gran inmadurez: cuando mi amigo estaba cerca de alcanzarme, le cerraba el paso bruscamente, obligándolo a disminuir la velocidad y en consecuencia, haciéndole perder el impulso que había ganado.

Con este marrullero proceder mantenía a raya al buen Ramón, que con la nobleza que le caracterizaba, intentaba hacerme entender lo peligroso que resultaba la maniobra.

— ¡Es un acto inseguro! —, reclamaba el güero usando jerga de segurista, seguramente adquirida en alguna capacitación de Pemex, donde desde entonces trabajaba.

Jerga que no me era ajena, pues mi formación en el CBTis incluyó la materia de “Seguridad Industrial”, donde por cierto, obtuve un diez de promedio (una prueba más de que la práctica a veces se encuentra a años luz de la teoría).

Después de “n” carreritas con igual número de “cerrones” y reclamos, sucedió al cierre del quinto semestre (luego de celebrar con una cascarita de fútbol el término de los exámenes finales) que aprendí la importancia del coeficiente de fricción, el cual determina en parte la oposición al deslizamiento entre dos superficies en contacto; en este caso, la superficie de las llantas de mi moto (casi bicicleta) y la grava suelta en aquella “avenida” Venustiano Carranza, para aquel entonces no pavimentada.

Luego de una caída aparatosa con voltereta incluida, me levanté de inmediato, riendo nerviosamente, como cuando sabes que la regaste gacho y pretendes fingir que no te dolió.

Pero al tratar de levantar mi moto, noté que mi mano izquierda colgaba casi a la altura de mis rodillas, como si fuese yo un orangután.

En seguida usando la mano contraria, coloqué mi brazo izquierdo como si usara un cabestrillo; como no podía ver mi clavícula, le pregunté a Emilio si se veía fracturada.

Su mirada y silencio fueron claramente una respuesta afirmativa.

En un momento me encontraba en el asiento trasero de la moto de Ramón, rumbo al hospital; sí, otro gran error, pues es sabido que si el dolor de una fractura es lo suficientemente intenso, te puedes desmayar; así que me arriesgué a que el güero llegara al hospital solo para darse cuenta de que ya no traía pasajero.

Gracias a Dios eso no ocurrió, y recibí oportunamente la atención médica que necesitaba.

Los siguientes fueron días de mucha reflexión, tenía que bajarle como seis rayitas a mi imprudencia si quería llegar por lo menos a los treinta.

Seguí usando mi moto, ya con una idea más clara de la importancia de no ser un idiota al transitar por la ciudad. Pero un nuevo percance me esperaba:

Una pick up blanca, circulando a velocidad relativamente alta me atropelló. Su alta velocidad combinada con mi falta de precaución provocaron el desastre.

El sonido de un fuerte rechinar de llantas que me hizo voltear a mi derecha, solo para ver la parrilla y logotipo de la camioneta justo antes del impacto.

Salí proyectado un par de metros antes de tocar el pavimento con mi hombro izquierdo, sí, del lado de la clavícula que recién hacía unos cuatro meses y medio me había fracturado.

Todo fue muy rápido: después del hombro, mi cabeza tocó ligeramente el concreto, suficiente para provocarme un mareo al intentar levantarme de inmediato, pero el mareo “se fue” en cuanto sacudí mi cabeza.

Un amigo que pasaba por ahí y había visto el accidente, me reconoció y se acercó a preguntarme si estaba bien.

— Sí —, le dije moviendo mis manos como diciendo “calma, calma”.

— ¿quieres que le avise a tu mamá?

— ¡Nooo! —, le dije sin poder evitar casi gritarle.

Luego de lidiar con los de tránsito, llegué a mi casa y coloqué la moto de modo que quedara oculta la evidencia del golpe.

Salí a correr para calmar mis nervios; no dejaba de pensar que pude terminar bajo aquella camioneta, con lesiones graves o algo peor.

Mis días con la motito terminaron después de esto, el plan de cambiarla en el futuro por una más grande quedó cancelado.

No podía seguir poniendo en peligro el milagro de estar vivo.

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