USB (Memorias Únicas Sacadas del Baúl)

“Máteme ese recuerdo de ese amargo amor”, dijo la mujer de Iztapalapa, saltando a la fama con su frase, y brindándonos una de las pocas escenas que el 2020 nos dió para reir.

Y es que ¿quién no tiene un recuerdo que quisiera borrar y no puede?

 Para muestra, aquí les comparto uno…

A mediados de los setentas, el grueso de la población nos movíamos en autobús urbano, de los cuales había dos opciones:

DE PRIMERA: el delfín, cuyo límite en el número de pasajeros estaba definido por el número de asientos con los que contaba la unidad.

DE SEGUNDA: la ballena, nombrada así porque siempre “va llena”; donde el cupo límite era incierto, indefinido, ya que por más que los pasajeros clamaran entre pujidos y apretones: “¡chofer, ya no caben!”, este amigo se empeñaba en demostrarles lo contrario.

Aquellos eran mis años en la escuela primaria, y solía desplazarme unas ocho cuadras a lo largo de la 20 de noviembre, desde la colonia Tepeyac hasta la Cazones, de lunes a viernes entre 7:30 y 7:50 a.m.

Sí, veinte minutos para recorrer esa distancia suena muy exagerado, más aún cuando en la actualidad nos toma apenas dos o tres minutos, dependiendo del tráfico.

He aquí la razón: La avenida en cuestión era entonces un camino de terracería combinado con tramos de carpeta asfáltica en estado deplorable, sin faltar los tramos que no tenían ni grava ni asfalto; adicionalmente no tenía baches, tenía cráteres.

Tan grave estaba el asunto que frente al viejo Chuper Negro (hoy famosa pizzería), en pleno arroyo vehicular, un bromista sembró una mata de plátano en un montón de tierra que “alguien” dejó ahí luego de una reparación en el drenaje público.

La hoy glamorosa avenida veinte parecía entonces zona de guerra, de modo que las infames condiciones de la ruta, mas un continuo levantar pasaje, hacían que la ballena se moviera siempre en solo dos velocidades: “lenta” y “más lenta”.

Así pues, cada viaje mañanero era una excursión, a veces de pie, a veces sentado, pero siempre acompañado de lo que en ese entonces parecía ser el programa de radio más popular (por lo menos entre los choferes de autobús urbano): “¡Deeeesayunando con Rigo Tovar!” (…y sonaba el intro de “El sirenito”).

No quisiera meterme en líos, dado que a don Rigo le sobreviven un gran número de fans, pero tomaré el riesgo e intentaré lograr la hazaña de contar esta historia sin ofender a nadie (en pleno 2022)…

Jamás me gustó la música tropical, y la verdad, todo lo relacionado con ese género me era equis desde niño; sin embargo dada su gran popularidad era materialmente imposible ignorar la música de Rigo.

Fui oyente cautivo de esas canciones; no sé cuántos años estuve escuchándolas por más de hora y media a la semana durante tooooodo el ciclo escolar, tiempo en el que aquel camión urbano fue para mi una cámara de tortura auditiva. Dicha monserga provocó a la postre un escalofriante resultado:

Descubrí con horror luego de un tiempo, que gran parte de esas canciones ocupaban un lugar en mi cabeza… sí, involuntariamente, después de tanto escucharlas, se quedaron en mi mente para siempre, no hay forma de borrarlas sin dañar mi tejido cerebral, y como no deseo tal cosa (dañar mi tejido cerebral), tendrán que quedarse ahí, desperdiciando espacio en mi disco duro.

Una y otra vez, al escuchar tan solo las primeras notas de cualquiera de esas rolas, viene a mi memoria la letra, como si la partitura de esa obra brotara de mi subconsciente para hacerme saber burlonamente que no se ha ido, que sigue ahí.

Vivo resignado al hecho de que por más que no me guste, la música de Rigo seguirá formando parte de mi memoria.

Después de todo y ya en serio, hay recuerdos malos de verdad, que he tenido la bendición de superar.

Cargar en mi mente la antología de Rigo Tovar no le hace daño a nadie (creo), al fin y al cabo ya me acostumbré.