Matemáticas: para muchos un monstruo inescrutable; una ciencia oscura, casi oculta; ya sea por entenderla poco o por temerla mucho.
No pocos la sufrimos en la escuela secundaria; ahí donde enfrentamos los primeros desafíos de la enseñanza, ahí donde algunos llegamos a dudar si la escuela y el estudio eran el camino que queríamos transitar.
El profe Luis, mi maestro de matemáticas durante poco más de dos años, era de esos catedráticos “old school”, pero de la auténtica y verdadera “old, old school”.
Nos pidió confeccionar una libreta de trescientas hojas, usando tres libretas de cien.
Me sentí en taller de artesanías al retirar el resorte a las tres libretas forma francesa y unirlas por medio de una especie de costura, haciendo pasar hilo de seda entre los hoyuelos de las hojas, para finalmente cubrir el lomo con un pedazo de tela bien pegada con resistol 5000.
Esa primera tarea fue el preludio/advertencia de que no sería sencillo cursar con éxito esa materia; requeriría esfuerzo y disciplina, lo cual definitivamente no era mi mero mole.
A la antigua usanza, el maestro Luis nos ponía actividades en clase, tareas en casa, ejercicios, cuestionarios, etc., etc., etc.
Me sentía navegando las aguas profundas de un mar embravecido, en cualquier momento podía naufragar.’
Este hombre se encargó de mostrarnos que la primaria había quedado atrás, la secundaria era otra cosa.
Lo peor del caso es que casi no teníamos tregua, el profe Luis nunca faltaba, y solo un día a la semana (el martes) nuestro horario no incluía matemáticas.
Ese día era un minúsculo osáis en el extenso desierto de la semana, donde la constante exposición a las matemáticas del maestro Luis, era un desgaste que derretía mi ánimo, como el sol del medio día derrite un helado de cualquier sabor.
Tan agobiado me sentía que cada día al terminar las clases, observaba a un hombre que vendía frutas afuera de la escuela.
Le miraba sonreír mientras partía una naranja, o rebanaba una jícama o un coco frío que sacaba de un gabinete con hielos, montado sobre una carretilla de madera (qué tal vez él mismo había fabricado).
Agregaba chile en polvo a las naranjas que vendía, o limón y chile sobre una rebanada de jícama (o coco), cobrando y dando cambio amablemente sin dejar de sonreír.
Se veía tan contento que llegué a desear ser él; pues según yo, era preferible ser feliz vendiendo jícamas con chile, que enfrentarme cada día a la opresión y exigencias de mi maestro de matemáticas.
Si bien mi fantasía era patética, mi amigo Silverio me compartió un inquietante sueño recurrente:
—Sueño que llego a la escuela y no hay clases, pues cayó una bomba que redujo a escombros el plantel—, dijo mi amigo reflejando en su rostro algo de pena, no por la tragedia sino porque era solo un sueño.
Quiero resaltar a favor de mi amigo, que si bien soñó un desastre como escape a su desesperación, su sueño se limitaba a daños materiales, ya saben, la generación X creció con caricaturas y películas poco descriptivas en lo que a violencia se refiere.
Pero así nos traía el profe de matemáticas, lidiando con ansiedad y depresión, antes de que estas tuvieran nombre y conociéramos tanto acerca de ellas.
Sin embargo teníamos una gran fuente de inspiración a nuestro favor, pues una chancla en la mano de tu progenitora, tenía poder de sobra para convencerte de que no podías rajarte, que debías superar tus pesadillas y seguir adelante.
Lamentablemente a principios de tercero de secundaria, mi maestro de matemáticas enfermó.
Fue sustituido y el nivel de exigencia con el nuevo profesor bajó considerablemente; esto representó un gran respiro para no pocos de nosotros.
Mi egoísmo adolescente me hizo celebrar; celebré porque de un día para otro vi desaparecer toda la presión que me agobiaba; celebré porque mi corta visión no me permitió ver lo que perdimos: Mi maestro era un hombre comprometido no solo con la enseñanza de su asignatura, sino también con la formación de buenos ciudadanos.
A diferencia de entonces (cuando me sentía víctima y veía a mi maestro como un verdugo) hoy puedo recordarlo con cariño, respeto y admiración.
Y nada tiene que ver con el síndrome de Estocolmo (creo); sino más bien con una visión adulta y madura, que entiende y agradece al cielo por esos maestros que junto a nuestros padres, nos formaron y nos dieron la oportunidad de elegir ser gente de bien.

Instagram: Laopinionpr
Twitter – @laopinionpr
Facebook – @LaOpiniónPozaRica
Youtube – La Opinión Poza Rica
¿Reporte y denuncia?
Si cuentas con imágenes o video que exhiban maltrato, abuso de autoridad, corrupción o cualquier acción inhumana. ¡Por favor, háznoslo saber!
– WhatsApp: (782) 219-94-02 <<< ¡clíck aquí!
– Por e-mail: denuncias@laopinion.net <<< ¡clíck aquí!

