Hasta hace algunos años, las ondas gravitacionales solamente existían en el papel y el lápiz, es decir, eran un constructo teórico que inevitablemente surgió como consecuencia de los postulados de Albert Einstein en su Teoría General de la Relatividad de 1915.
Pero el 14 de septiembre de 2015, cien años después, Einstein tuvo una vez más la razón y se detectaron por primera vez ondas gravitacionales provenientes de la fusión de dos agujeros negros. El anuncio del descubrimiento se hizo hasta febrero de 2016 y fue un acontecimiento mediático importante que atrajo la atención no solamente de expertos en la materia, sino del público en general.
A casi siete años de este primer hallazgo, los científicos buscan cada vez formas más ingeniosas y sutiles para poder detectar este tipo de ondas. Usualmente lo hacen a través de dos enormes brazos, que miden unos cuatro kilómetros cada uno, y que sufren un movimiento casi imperceptible (el movimiento es apenas del tamaño de un protón) cuando una onda de gravedad proveniente de los confines del universo colisiona contra uno de ellos.
Los brazos que se utilizan para poner en marcha la Interferometría Láser –la base de los experimentos a los que me he referido– se encuentran en dos áreas geográficas opuestas de Estados Unidos: un par de brazos se encuentran en Handford, en el Estado de Washington, al este, y el otro par en Livingston, Luisiana, al sur.
El proyecto lleva por nombre Observatorio de Ondas Gravitacionales con Interferómetro Láser (LIGO, por sus siglas en inglés) y está en funcionamiento desde el 23 de agosto de 2002.
Pero el LIGO podría quedar en desuso en los próximos años debido a que encontrar ondas gravitacionales muy lejanas, o que son demasiado débiles, requiere de instrumentos de observación sumamente precisos.

Y una de las alternativas a LIGO la están proponiendo actualmente investigadores de la Universidad Autónoma de Barcelona (UB) y de la Universidad College London, quienes buscan utilizar las variaciones de distancia entre la Luna y la Tierra, que se pueden medir con una precisión de menos de un centímetro, como un nuevo detector de ondas gravitacionales dentro de un rango de frecuencia que los dispositivos actuales no pueden detectar.
Ello significa que la Luna y la Tierra se convertirían en detectores de ondas gravitacionales naturales porque, entre más grande es la distancia entre dos detectores, mayor es su capacidad para localizar estas ondas, las cuales son muy esquivas porque generalmente se producen a partir de la fusión de objetos extremadamente masivos y energéticos como estrellas que chocan y agujeros negros, los cuales pueden encontrarse a varios cientos o miles de años luz de distancia.
Además, cuando dos objetos muy masivos se fusionan, la estructura del espacio-tiempo donde se encuentran también se deforma. De hecho, la deformación del espacio-tiempo es lo que produce ondas gravitatorias porque a lo largo y ancho del universo se forman “olas” que van debilitándose conforme van expandiéndose. Algo parecido a cuando lanzamos una piedra en un estanque y donde las ondas más lejanas, las que se encuentran a mayor distancia de la piedra que lanzamos, poseen menos energía y por consiguiente están más debilitadas.
La propuesta de los investigadores de la UB y del College London consiste en utilizar el sistema Tierra-Luna para detectar estas esquivas ondas. Y es que las ondas gravitacionales que golpean a la Tierra y a la Luna producen pequeñas desviaciones en la órbita lunar.

Aunque estas desviaciones son mínimas, los científicos pretenden aprovechar el hecho de que afortunadamente se conoce la posición exacta de la Luna con apenas un margen de error de menos de un centímetro. Ello se ha podido lograr gracias a la utilización de láseres enviados desde diferentes observatorios a su superficie y que rebotan en unos espejos que fueron instalados hace algunos años por misiones como Apolo.
Esta increíble precisión, con una milmillonésima parte como máximo, es lo que podría permitir detectar una pequeña perturbación provocada por ondas gravitacionales.
Pero el experimento no quedaría ahí: los investigadores también proponen utilizar la información proporcionada por otros sistemas binarios (sistemas compuestos por dos objetos), con el fin de servir como detectores de ondas gravitacionales naturales.
Tal es el caso de los sistemas binarios de estrellas tipo pulsar distribuidos por toda la galaxia. Estos sistemas emiten pulsos de radiación con una frecuencia y un patrón muy definido lo cual permite obtener la órbita de dichos astros con una precisión increíble. Dado que estas órbitas poseen una duración de unos veinte días, el paso de ondas gravitatorias en el rango de frecuencia de los microhercios les afecta especialmente.
Cuando los científicos se refieren a los microhercios para detectar ondas gravitacionales, hacen referencia a la frecuencia de una onda y también a su energía. Por ejemplo, las ondas de radio desde las que se transmiten las emisoras de Amplitud Modulada (AM) lo hacen en un rango de frecuencias que van desde 153 Kilohertz, a los 30 Megahertz.
Y al hablar de “kilo” y “mega”, evidentemente se entiende que la radiación emitida por los transmisores de Amplitud Modulada es mucho más energética que aquella que emiten las ondas gravitatorias que apenas alcanzan los microhercios.

De hecho, la palabra hercio significa un ciclo por segundo, es decir, el ciclo que completa una onda electromagnética en un segundo. Los microhercios serían ondas que completarían un ciclo en un tiempo menor a un segundo.
Por cierto, el hercio fue nombrado así en honor del físico alemán Heinrich Rudolf Hertz (1857-1894), a quien se le atribuye, justamente, el descubrimiento de las ondas electromagnéticas.
Ahora bien: si las ondas gravitatorias no son ondas electromagnéticas, ¿por qué los científicos utilizan términos como microhercio para describirlas?
Porque resulta que poseen el mismo comportamiento que las ondas electromagnéticas –viajan también a la velocidad de la luz– pero no llegan a producir radiación como estas últimas. Ello se debe a que las ondas gravitatorias son perturbaciones del espacio y el tiempo mientras que las ondas electromagnéticas son el resultado de las vibraciones entre un campo eléctrico y otro magnético que sí produce radiación.

Respecto a la composición de las ondas gravitatorias, hasta ahora nadie lo sabe con absoluta certeza. Pero se baraja la posibilidad de que la estructura del espacio-tiempo que genera las ondas gravitatorias a través de cuerpos masivos, esté contenida en pequeñas partículas, más pequeñas inclusive que un átomo, denominadas gravitones.
Del gravitón –la partícula portadora de la fuerza de gravedad– se ha teorizado sobre su existencia desde los años treinta del siglo XX, pero no ha podido comprobarse experimentalmente. Esta sería la encargada de transmitir la interacción gravitatoria, así como lo hace el fotón con la luz y con todo tipo de ondas electromagnéticas.
Sobre el trabajo de investigación en Physical Review Letters, éste apareció publicado el pasado 11 de marzo y está firmado por Diego Blas y Alexander Jenkins.
Puede consultarse desde el siguiente enlace: https://journals.aps.org/prl/abstract/10.1103/PhysRevLett.128.101103
Información: aristeguinoticias

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