El lacayo comelón del rey Calamar

El lacayo comelón del rey Calamar

ESTO PARECE CUENTO…
Por: Sr. PR.

El lacayo comelón del rey Calamar

Había una vez un reino donde gobernaba el rey Calamar, rodeado de súbditos que se desvivían por lustrar sus botas y perfumarle las guayaberas con agua de manantial y rosas. Todo un espectáculo de servilismo digno de aplauso… si es que alguien todavía aplaudiera esas farsas.

Entre ellos destacaba Adoboro Tachado, la nutria de bigote tupido, uno de los favoritos del rey. Tan devoto era, que hasta había instruido a su propio hijo en el noble arte de tender la alfombra para que su majestad no tropezara. Porque claro, molestar al viejo molusco significaba exponerse a su tinta, ese veneno que nadie quería soportar.

El problema es que Adoboro, además de adulador, era perezoso. Se le había encomendado nada menos que el cuidado de los colegios del reino, pero de eso hacía lo mínimo y presumía lo máximo. Las escuelas se caían a pedazos, las bibliotecas eran cascarones vacíos y el aprendizaje era tan gris como la nutria misma. Mientras tanto, él prefería presumir a diestra y siniestra que servía directamente al rey, aunque nadie se lo preguntara. Esa altivez era tan insoportable que muchos optaban por darle la vuelta antes de escucharlo otra vez.

Hasta que un día la verdad salió a flote: Adoboro fue sorprendido devorando un festín fuera de la comarca, dejando abandonada la encomienda real. Huyó en un carruaje del reino —uno de esos tan ordinarios como corrientes, pero que al llevar el escudo real hacían sentir a la servidumbre con superpoderes—. Ahí, la nutria engordaba su ego como engullía mariscos: con ansias insaciables.

Los fotógrafos indiscretos, siempre odiados por el rey y su séquito, documentaron la escena. Quedó claro que Adoboro estaba más interesado en el menú del reino vecino que en las carencias de los colegios. Y eso, aunque nadie se lo esperaba, logró enfurecer al viejo Calamar, que en un arranque de rabia soltó su tinta y mandó llamar al lacayo.

Pero como en todo cuento de reyes y cortesanos, la historia terminó en risas. Adoboro, con su habilidad para tirarse al piso y fingir humildad, arrancó carcajadas al panzón monarca, quien terminó olvidando el motivo de su enojo. Un clásico: se cambia el berrinche por el chiste y asunto arreglado.

Así, en un reino donde las lambisconerías se premiaban más que el trabajo, los aduladores como Adoboro siempre terminaban regresando con la bendición real. Con ella en mano podían hacer y deshacer con lujo de prepotencia por toda la monarquía.

El pueblo, sin embargo, no era ingenuo. Sabía que ese reino estaba condenado a morir en el invierno, y que ni la hija putativa del Calamar, aunque heredara la corona, o el ejército rebelde que se asomaba en las colinas, ninguno podría creer las farsas de la nutria. Con esa realidad, Adoboro Tachado, tendría cada vez menos público para sus saltos y maromas, que solo al actual rey hacían gracia. Y en política, cuando la risa del jefe se acaba, lo demás es silencio y olvido.