En una de esas vacaciones de verano, mientras enfrentaba al monstruo inescrutable de la cotidianidad hojeando el periódico, descubrí un anuncio donde solicitaban jóvenes con deseos de trabajar y superarse.
En realidad mis ganas de trabajar no eran algo para presumir, pero mi necesidad de ingresos nivelaba la balanza de tal forma que, atraído por la cantidad ofrecida como sueldo mensual, me presenté en el lugar y horario indicado.
—¿Por qué quieres trabajar con nosotros?—, inquirió mi entrevistador y futuro jefe.
—Por el dinero, claro—, habría sido la respuesta más honesta; sin embargo no podía ser tan descarado, de modo que solté un rollo del que ya ni me acuerdo, el cual me abrió las puertas de ese nuevo empleo.
Meses atrás había probado por primera vez la satisfacción de trabajar y percibir un salario, pero esta vez había un pequeño detalle que hacía una enorme diferencia, me aclararon que la paga prometida dependía de la venta que lograra durante el mes.
Yo no lo sabía, pero estaba a punto de embarcarme en un viaje de autoconocimiento, pues a la postre, esta experiencia fue el equivalente a inscribirme en un curso de verano en la escuela de la vida.
Debo reconocer que “ignorancia y optimismo” es un binomio que, para bien o para mal, nos anima a intentar cosas nuevas.
Así que lleno de esa mezcla singular, me introduje en el incierto mundo de las ventas, ofreciendo de casa en casa ni más ni menos que la sabiduría y conocimiento contenido en una buena variedad de enciclopedias.
Me propuse anotar escrupulosamente el dinero que invertía en esta búsqueda de ingresos: Desde la fianza que pagué por el catálogo y folletos que serían mis herramientas de trabajo, hasta los pasajes de autobús que gastaba en mis visitas a la oficina de mi jefe, en el centro de la ciudad. Pues era importante conocer con precisión la ganancia neta, luego de restarle dichos gastos a mi sueldo, llegando el fin de mes.
Según Og Mandino, el amor al prójimo nos hace mejores vendedores. Puede ser que duden de nuestro producto, de nuestro discurso o nuestra apariencia, pero si los clientes detectan amor en nuestro corazón, si notan que somos buenas personas, habremos ganado terreno.
El producto no era malo; en un mundo sin internet, donde la Wikipedia del estudiante común eran las planillas o monografías ofertadas en cualquier papelería, las enciclopedias eran buena opción como fuente de información multidisciplinaria.
El discurso y la apariencia no podían ser la parte fuerte, dado que a nadie le impresiona un adolescente presentándose con habla bastante limitada, diciendo algo como: “Buenos días Sra., vendo enciclopedias, ¿me permite mostrarle este catálogo?”
Faltaba tanta convicción a mi discurso, como magnetismo a mi apariencia.
Por lo demás, los clientes potenciales parecían no detectar que era yo buena persona, —¿será que tengo el amor al prójimo bastante escondido?—, me preguntaba con cierta preocupación.
Por tres semanas caminé por aquellas calles empedradas de las colonias Cazones, Chapultepec y Tepeyac, sin lograr venta alguna. Un día era igual a otro y la única diferencia era que cada vez sentía más las piedras que pisaba, dado el adelgazamiento paulatino de las suelas de mis zapatos.
Si bien era frustrante llamar en cada hogar desde la entrada durante cinco minutos para que la persona que salía a atender me dijera que no en cinco segundos, era todavía más frustrante ver que avanzaban los días y no vendía nada.
Irónicamente, me había asoleado tanto o más que en mi anterior empleo como ayudante de topógrafo, pero esta vez no podía estar seguro que vería el fruto de mi esfuerzo.
Rogaba al cielo por la dicha de vender tan solo una enciclopedia, recuperar mi inversión, tener alguna utilidad y retirarme para siempre del negocio, pues tenía bien claro que el noble oficio de vendedor no era lo mío.
Pero “los tiempos de Dios son perfectos”, decimos al no hallar explicación a nuestras cuitas. Sucedió por fin que pude vender mi primera enciclopedia, “¿Qué quieres saber de la ciencia?” se llamaba. Cuatro tomos de diversos contenidos concernientes con la ciencia y tecnología que hasta entonces (principios de los 80’s) se podía contar.
Luego de vender dicha enciclopedia y recibir mi comisión, presenté mi renuncia con carácter de irrevocable.
—No muchacho, lo difícil es vender la primera, no te desanimes—, dijo mi “casi exjefe”, tratando de disuadirme.
Pero el hombre no sabía que mi única venta, la logré en buena parte gracias al buen corazón de una comadre de mi mamá, quien sabía de mi calvario y amablemente accedió a comprarme aquella enciclopedia.
Pude ver después de todo, que el célebre autor de “El vendedor más grande del mundo” no estaba tan errado; “el amor al prójimo nos hace mejores vendedores”, aunque en este caso el “amor al prójimo” que me hizo mejor vendedor, no estaba tanto en mí como en la comadre de mi mamá.

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