Los hombres viven en promedio cinco años menos que las mujeres, y las causas no están claras.
Sin embargo las mejores teorías surgen cuando le hacemos tal pregunta a “San Google”, y escogemos ver los resultados en video (tan revelador como entretenido).
Aparentemente nacemos como “programados” para la autodestrucción. No sabría decir si es la testosterona o el cromosoma “Y”, pero parecería que lo mismo que determina nuestro sexo nos genera tal conducta.
En mi familia, crecí con la etiqueta de “niño tranquilo”, sin embargo lo anterior se debe única y exclusivamente a que viví a la sombra de mi hermano: todo un sobreviviente, a quien sus altos niveles de testosterona le valieron descalabros, fracturas, cortadas y un variado tipo de accidentes durante la niñez.
Yo, el tranquilo, no pasaba de viajar de polizón en la defensa trasera de alguna camioneta pick up (con frecuencia propiedad de Pemex); aprovechando su lento transitar por la entonces destruida avenida veinte de noviembre.
Yo, el tranquilo, no pasaba de experimentar en carne propia la segunda ley de Newton, y descubrir que no es lo mismo saltar desde un segundo piso a un montón de grava, que hacerlo desde un tercero, donde la mayor aceleración de la masa que constituía mi cuerpo, exigía una mayor fuerza en mis piernas para aterrizar sin problemas (ese día ni me enteré lo cerca que estuve de dañar seriamente mi esqueleto).
En otras palabras, como dicen por ahí: “¿Tranquilo? ¿Comparado con quién?”
Pero de mis múltiples e involuntarios intentos de suicidio, hubo uno que me puso frente a frente con la posibilidad real de despedirme de este mundo, joven y sin haber amado.
Tenía la costumbre de aprovechar las vacaciones de verano para hacer ejercicio muy temprano; ya saben: sin internet ni videojuegos, había que matar el aburrimiento con lo que hubiera a la mano, como cualquier individuo generación X.
Así que un grupo de jóvenes vecinos, hacíamos poco más de media hora de cardio todos los días al rededor de las cinco y media de la mañana, aprovechando el escenariola natural (digno de Survivor o Exatlón) que nos ofrecían los cerros de lo que hoy es la colonia Heriberto Jara y parte de la Yanga, donde había unas pozas cuyas frescas aguas eran una grata recompensa, para nadar un poco y refrescarnos luego del trote.
Aunque nadar, lo que se dice nadar, pues no sabíamos, era más bien convertir aquella poza en un gran chapoteadero.
Aún después de tanto tiempo no logro explicarme por qué rayos disfrutaba tanto al hacer la broma del niño ahogado. El resultado era siempre el mismo: mis amigos se asustaban, trataban de ayudarme y yo entonces estallaba en carcajadas, haciendo evidente que una vez más los había chamaqueado.
El “santo remedio” para esta conducta estúpida, llegó cuando por distracción me metí a una parte honda y no podía salir. Con desesperación comencé a manotear de forma muy similar a como lo hacía durante mis engaños previos.
No puedo describir lo que sentí cuando escuché a mis acompañantes (que ese día eran solo dos) expresar sus dudas respecto a la veracidad de aquella escena: que sí estaba yo bromeando, que sí siempre era lo mismo, que si ya no me creían…
Intentaba decirles que era en serio, pero en cada intento tragaba varios mililitros de agua. Con horror pude ver la desventaja de haberlos cabuleado tantas veces: la historia de “Pedro y el lobo” tenía una variante en pleno desarrollo ¡y yo era el protagonista!
Luego de un rato y un sin fin de manotazos, agotado por el esfuerzo y la falta de oxígeno, comencé a hundirme sin parar de tragar agua.
Mis amigos: Juan y Cristobal, estaban convencidos de que yo seguía actuando.
Pude comprobar que ver la muerte cerca, te lleva de inmediato recordar tu vida; y sí, mi vida entera pasó frente a mi…
como tenía apenas unos 13 años, el video fue muy corto.
En mi lenta trayectoria hacia el fondo, me embargó una gran preocupación: “¿que va a pasar con mi mamá cuando le digan?”
Fue entonces que sentí las manos de mis amigos; cada uno me tomó de un brazo jalándome hacia la orilla, con gran cuidado de no caer en la parte honda pues ¡ellos tampoco sabían nadar!
Mientras me sacaban del agua volví a respirar en medio de repetidos espasmos de tos y fuertes arcadas, vomitando parte del agua que había tragado.
Por muchos días después de esto, me quedaba por momentos con la mirada perdida, pensando lo cerca que había estado de morir.
Fue para mi, una experiencia muy intensa; es decir, no vi una hermosa luz ni me vi “rodeado de llamas y cenizas mientras tipos con pijamada roja me picaban con tridentes en los glúteos”…
Nada de eso, sin embargo ese día quedó reconfigurada para siempre mi idea de la muerte.
Por otra parte, vaya forma de aprender la importancia de darte a conocer como alguien digno de confianza, que habla siempre con verdad.
Hasta hoy, sigo agradeciendo a Dios y a mis amigos (Juan y Cristobal), aquella nueva oportunidad de seguir adelante con mi vida.
¿Por qué los hombres viven menos?, basta observar los videos que Google ofrece como respuesta a tal cuestionamiento.