“Es un buen tipo mi viejo”…
Con esa frase comienza una antigua canción, por demás emotiva; crecí mirando cómo adultos jóvenes dejaban de lado su rudeza para derramar algunas lágrimas al escuchar esa entrañable letra.
Lágrimas motivadas acaso por el recuerdo de un padre ausente, física o emocionalmente.
Por mi parte, con mi padre transitando sus treintas, al oír el canto más bien pensaba en mi abuelo, a quien conocí de lejos literalmente y en sentido figurado.
En aquellos años 70’s, mis hermanos y yo nos acostumbramos a escuchar a mi mamá invitándonos alegremente a saludar a nuestros abuelos (Nico y José) cada vez que un helicóptero (o avión) volaba cerca de nuestra casa.
Esta era la forma en que mi madre nos hacía tener presentes a su padre y a su suegro, quienes habían sido buenos amigos desde sus lejanas juventudes.
Nosotros saludábamos con entusiasmo la aeronave, sin cuestionarnos qué rayos hacían ahí los abuelos, o por qué no bajaban a saludarnos de cerca.
¿Tendrían algo de prisa o la calle empedrada no era nada propicia para un aterrizaje seguro?
A pesar de estas dudas, seguí saludando el avión o helicóptero por varios años, pensando: “¿Quién soy yo para echarles a perder la fiesta a mis hermanos menores?”
En ese entonces, más de ocho horas de camino separaban a Poza Rica y Catemaco, de modo que veía a los abuelos muy de vez en cuando y muy brevemente, apenas un saludo y algunas preguntas de rigor, tales como: “¿qué tal vas con la escuela?”, etc.; no había mucho más.
Les conocí de lejos, a través de las historias que me contaba mi madre o por los comentarios que me hacía mi padre luego de jugar o platicar conmigo:
—Me hubiera gustado que tu abuelo platicara así conmigo, cuando yo tenía tu edad—, era una de sus frases recurrentes.
Y es que mi papá no podía ocultar que tenía algunos pendientes con mi abuelo; sin embargo, felizmente, ambos tuvieron la oportunidad de fumar la pipa de la paz, y esto fue un verdadero regalo del cielo.
Luego de unos diez años de no visitar nuestra tierra de origen, estábamos allí; yo tenía 17 y recuerdo bien la escena del reencuentro con mi abuelo.
Mi hermano y yo caminamos hacia mi padre y dos de mis tíos, quienes platicaban con mi abuelo en torno de una mesa del Restaurante “El puente”.
Mientras nos acercábamos, mi papá le dijo a su papá: “Ahí vienen tus nietos”.
No escuché eso, pero fue muy fácil deducirlo.
El abuelo alzó su mirada estando nosotros a unos veinte metros; sin levantarse de la silla recibió el abrazo de mi hermano, saludándolo mientras le correspondía con palmaditas en la espalda.
—Te pareces a tu padre—, le dijo, sin poder disimular que estaba conmovido, esos niños que dejó de ver por años eran casi unos jóvenes de 16 y 17 años.
Esperaba mi turno para saludar al padre de mi padre, su rostro parecía recibir de pronto el impacto que produce darte cuenta cómo el tiempo no perdona a nadie, que la vida avanza aunque a veces no lo notes.
¿qué pensamientos estarían pasando por su mente? ¿Qué sentimientos se agolpaban en su corazón? ¿Qué me diría mi abuelo al saludarme luego de tanto tiempo? Después de todo, yo era su nieto mayor…
—¿Y tú, por qué estás tan “cascarita”?—, me dijo mientras me veía de arriba a abajo.
Yo no estaba familiarizado con ese término, pero no me costó nada entender lo que quería decir: De menor estatura que mi hermano menor y flaco, flaco; tan flaco que (como dice Dante Gebel) pasaba dos veces para que me vieran.
Solo sonreí y lo abracé; para entonces mi auto estima era como ese carro viejo que tuve años más tarde; una nueva abolladura no cambiaba nada, ni se sentía.
Esas vacaciones celebramos como nunca Navidad y Año Nuevo: Ocho de nueve hijos de mi abuelo (con sus familias) conviviendo como lo que eran, una gran familia.
Mi padre era un hombre muy alegre, pero pocas veces lo vi desbordado de felicidad como en esos días. Abrazado a mi abuelo me abrazó a mi también, repitiéndole a mis tíos y tías: “¡Tres generaciones, tres generaciones!”
Hicieron las paces justo a tiempo, pues poco después mi abuelo falleció.
Viendo a mi papá desde el asiento de atrás, mientras manejaba aquella noche rumbo a Catemaco, podía imaginar sus pensamientos. Conocía buena parte de su historia con mi abuelo.
Lo perdió por tercera o cuarta vez, ya ni sé; justo ahora que su relación había sanado. Perdonar a su padre liberó a mi papá en muchos sentidos, pero principalmente, a partir de entonces nunca se guardó un abrazo, un beso o un te amo.
No es que antes no lo hiciera, pero tales expresiones se hicieron mucho más frecuentes.
A la par de mis hermanos, fui el mayor beneficiario de aquella restauración.

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