Podría parecer un partido normal, pero no lo es. Las banderas ondean en el estadio, las camisetas con el nombre de los ídolos inundan los accesos a la cancha y el humo de las fritangas seduce a los aficionados que sucumben ante las delicias de una taquería improvisada. En el aire hay nervios, hay locura y hay pasión. Hoy no se puede perder. El Cruz Azul juega contra el América, el rival más odiado por la afición local. También hay nostalgia. Y es que esta tarde se disputará el último clásico en el estadio Azul que, después de siete décadas de historia y 20 años como casa de la máquina celeste, será demolido el próximo año para dar paso a un centro comercial.
«¿Qué sentiría usted si le quitaran su casa después de 40 años?», pregunta Maura Cruz, una vendedora de dulces de 77 años. «Uy joven… Son tantas historias, cómo no lo voy a extrañar, pero ¿qué hace uno?», agrega después de una larga pausa y regresa a la venta, como cada dos semanas de los últimos 45 años. El puesto de Cruz está en un sitio estratégico, a unos metros de la puerta 1, donde aparca el autobús del equipo para que los jugadores salten al campo. Ahí espera Emiliano, de 14 años, con ansias de ver a sus ídolos. Sabe que no habrá autógrafos ni fotos con los jugadores, pero quiere verlos de cerca. Todos le gustan, pero solo uno es su favorito, Christian Chaco Giménez. «Qué tristeza verlo derrumbado, con toda su historia», lamenta. Entre las tristezas hay una alegría: su mamá y él se harán un tatuaje de Cruz Azul, si sale campeón. Otros aficionados aseguran que les daría un infarto o que, simple y sencillamente, se volverían locos.
El estadio Azul es diferente. La cancha de fútbol más antigua del país se fundó en 1946, 20 años antes que el Azteca y seis años antes que el Olímpico Universitario. Es, además, mucho más pequeño que los otros y está prácticamente incrustado en la colonia Nochebuena, una céntrica zona residencial de la Ciudad de México. Muchos aficionados capitalinos nunca verán a los futbolistas más de cerca, tanto fuera como dentro del inmueble.
Esa cercanía tiene su precio: no tiene estacionamiento ni los lujos de los campos más modernos y cuando el club no anda bien, la presión se hace sentir. «Se pone muy pesada la zona en la que llegábamos en autobús, aunque el ambiente con la afición es muy bueno, de eso no nos podemos quejar», comenta Carlos Hermosillo, una de las glorias del equipo celeste en los años noventa. Hermosillo destaca otra peculiaridad: el Azul es un inmenso cráter al sur de la capital. El césped está 25 metros por debajo del nivel de la calle, en el fondo de un pozo que dejó una antigua compañía ladrillera. «Después de los 90 minutos teníamos que subir más de 100 escalones para salir», cuenta el máximo goleador cementero. Aquel terreno minado se convirtió en el lienzo de la vieja Ciudad de los Deportes, un ambicioso complejo deportivo del que solo quedan el Azul y la plaza de toros México, la más grande del mundo.
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