Este ensayo propone una vuelta al Cuarteto de Liverpool como un antídoto a la condición postmoderna.
Inmersos como estamos en ansiedades y angustias sin fondo, es de notar que las conversaciones en redes sociales y medios de comunicación apenas dedicaron atención este 2020 al cincuentenario de la disolución de los Beatles (10 de abril) y de la publicación del álbum Let it Be (8 de mayo). Traer a colación el tema no sólo obedece a una nostalgia de baby boomer. Los Beatles y su legado marcan un punto alto de la modernidad que, por contraste, nos ayuda a descifrar algo de las sombras entre las que nos encontramos. En lo que sigue no presentaré argumentos sobre lo que significó el cuarteto de Liverpool desde el punto de vista de la música; para ello hay especialistas. Este ensayo, más bien, es una invitación a ver a Lennon y compañía bajo la perspectiva de la historia moderna, que también es cultura, y de la cultura, que también es historia. Los Beatles son un capítulo luminoso de una fuerza que ya se anunciaba con Verdi en el siglo XIX, al romperse las fronteras entre el gusto popular y la alta cultura.
Abordar estas preguntas en nuestro tiempo y circunstancia resulta más que necesario. Aunque hoy en día México es más urbano que nunca desde el punto de vista demográfico, desde un punto de vista cultural lo es cada vez menos. Una pueblerización de las mentalidades domina lo que va del presente siglo, estableciendo una conexión involuntaria entre Vicente Fox y AMLO, en quien el proceso se enuncia abiertamente como proyecto de nación. Este fenómeno se gesta cuando una parte importante del flujo migratorio campo-ciudad se desvía hacia los Estados Unidos, y provoca múltiples manifestaciones políticas y parapolíticas, incluyendo al crimen organizado. Pueblos y ciudades pequeñas entran en un proceso de hibridación y afirman su experiencia reciente. Desde ahí la presencia cada vez más dominante de la música de banda y grupera.
En paralelo se registra un revival místico-carismático, resultado de los contactos con las subculturas religiosas de tierra adentro de Estados Unidos, hostiles a las presencias racionales —en el sentido weberiano— del Estado y las instituciones públicas. Da inicio así en México no un proceso de urbanización de las ciudades, sino de pueblerización cultural de estas últimas.
Hablar de los Beatles desde el México de hoy, entonces, implica hacerlo desde la conciencia del declive y pérdida de influencia de la cultura urbana que se fue consolidando en México en el siglo XX. El espacio urbano como causa de lamento es todo un tema del romanticismo decimonónico, pero también de otras voces e imágenes. Es La tierra baldía de T.S. Eliot y la desolación quieta de los cuadros de Edward Hopper; el otro lado de la moneda del vértigo urbano. Pero existe también una vitalidad de la condición moderna que se abre paso en las ciudades, como lo evoca Marshall Berman. La urbe posterior a la revolución industrial en el hemisferio norte deja de ser ese lugar de fealdad uniforme y monocromática, tensionada de cabo a rabo por la lucha de clases. Pasa a convertirse en un lugar de oportunidad y encuentro entre extraños; la plaza, clubs y cafés, la avenida, el estadio, la vida nocturna: espacios vibrantes que ponen en sintonía expectación y deseo, cada uno con sus propios lenguajes. Un día en la vida de las ciudades es uno de un mosaico de rostros, de historias entrelazadas de múltiples maneras. Y sí: los Beatles son una expresión magnífica de esa manera moderna de habitar las ciudades.
Beatles, historia y sociedad
Un genuino acontecimiento, como lo es toda verdadera creación, rompe la inercia del tiempo. Todo estaba escrito y sin embargo algo aparece fuera del guion: un brote o rama que apunta en otra dirección, y que a su vez dará lugar a otras más y que al final encaja en la imagen de un árbol magnífico. Las sociedades son como los árboles. Las hay de copas frondosas y menudas; las que desarrollan sus posibilidades en múltiples y abundantes direcciones y aquellas cuyo seco ramaje es solo una triste gesticulación vegetal.
Como secuela de la posguerra, la sociedad británica alcanzó a mediados del siglo XX uno de sus puntos más altos de apertura. Ya desde tiempo atrás, punta de lanza de la modernidad, había logrado introducir la noción de la ley en la textura de la existencia cotidiana: the common-law,que a su vez se proyecta de manera inesperada hacia la naturaleza y el cosmos para encontrar un orden en ellos. No es casualidad que lo mismo la ciencia que el jardín británico hayan florecido en paralelo, acompañados de un proceso suave de secularización a partir del cual distintos ámbitos de acción germinan. La idea de que leyes y reglas nacidas de la experiencia crean a estos ámbitos de acción encuentra una metáfora palpitante e inesperada en los deportes de conjunto. Por algo prácticamente todas sus modalidades surgen del mundo angloparlante. Es imposible no ver la experiencia sociohistórica británica bajo la óptica de la multiplicación de “órdenes espontáneos”: una capacidad enorme de generar nuevas y diversas esferas de actividad con sus propios códigos, bajo un reconocimiento generalizado de que las reglas funcionan si son pocas y eficaces. Es la quintaesencia de la sociedad liberal en sus logros y claroscuros; la dialéctica de la ley y la libertad, de lo lúdico y lo serio, de la estabilidad y la innovación; pero también de la prosperidad desigual que rompe cada uno de esos finos equilibrios.
Pero cuando el siglo XX se le viene encima, el liberalismo clásico británico no da más de sí, necesita ser rescatado. Su segunda posguerra no podía replicar su desastrosa y casi abismal experiencia de la primera. Nuevos pactos sociales y un estado de bienestar apuntalan al edificio liberal que resulta incapaz de atenerse a sus propias fuerzas. Y es así como bajo ese pacto surge una modernidad renovada. Ahí están las escuelas públicas de arte, semilleros del rock británico, y esa movilidad social que dura casi cuarenta años.
Los Beatles son una banda conformada por miembros de la clase media baja británica y de hogares de clase trabajadora, y lo mismo puede decirse de losRolling Stones, The Who y Led Zeppelin. El espectro de clase del rock británico abarca desde a descendientes de ingenieros y científicos de élite —Genesis— o hijos de clase media alta —David Bowie, Pink-Floyd, Roxy Music— hasta bandas enteramente formadas por hijos de clase trabajadora —Black Sabbath, The Clash, Oasis— y más de una de procedencia semi-lumpen —Motörhead, Six Pistols—. Todo tiene cabida en un mismo impulso y movimiento ecuménico.
En paralelo, la geopolítica cambiaba drásticamente. Del mismo modo que el Impresionismo parece el luminoso resultado de las vacaciones de la historia que se toma la cultura francesa después de la derrota de la guerra franco-prusiana y la comuna de París (1870-71), el pop-rock es la respuesta vital británica para explorar nuevos territorios artísticos y acústicos con el declive del imperio como trasfondo.
De bailar a escuchar
Con los Beatles sin duda se consolida el concepto de cultura joven, entendiendo por ello que los jóvenes dejan de imitar la formalidad adulta para explorar en sus propios términos el mundo y sus potencialidades. Ya había íconos por todos conocidos: Elvis, Chuck Berry, Little Richard; héroes ellos mismos para el cuarteto. Los temas iniciales de los Beatles se inscriben en su legado y no deja de ser asombrosa la transición que emprenden hacia algo distinto. Partiendo de un repertorio de canciones frescas y bailables, intercaladas con el obligado kitsch de tema romántico, lo que era una simple boy band termina en los rigores y disciplina del estudio de grabación, explorando nuevas posibilidades líricas y musicales de la canción pop al hacer equipo con un enviado del destino y de los cielos como lo fue el productor George Martin. El cuarteto comienza entonces a explorar las posibilidades inherentes en la producción y la posproducción, los arreglos, efectos de sonido y acompañamientos orquestales. Nada de esto hubiera sido posible si el cuarteto no llevara en la sangre el ADN de una cultura del trabajo, hoy en día cada vez más precarizada y humillada.
No era infrecuente en los hogares de clase media baja y trabajadora británica que la única amenidad cultural en casa fuera un piano vertical. El canto colectivo en los pubs, en los estadios y en las reuniones sociales desemboca asimismo en el repertorio del cuarteto de Liverpool, que no sólo se nutre de aquello que les fascinaba de la música norteamericana. No son pocas las canciones que, nacidas de un folclor urbano —como le llamaríamos en México—, trascienden lo pintoresco.
Pero lo asombroso en los Beatles es cómo hicieron que su público madurara con ellos. Con cada nuevo álbum, van transformando su gusto y capacidad de atención. A partir de Rubber Soul dejan de grabar contenidos bailables. Sus LP subsiguientes serán producciones para ser escuchadas de principio a fin. Los Beatles se convirtieron para generaciones contemporáneas y futuras en el portal hacia otros géneros musicales de apreciación más exigente, incluida la música clásica.
Pero más allá de esto, los Beatles de alguna manera logran esa fusión de arte y juego del que hablara Schiller a finales del siglo XVIII, en los albores de la reflexión estética moderna. No ingresan a la historia del siglo XX desde un ambicioso o provocador manifiesto artístico. Ingresan desde lo más casual y fresco, desde la moda y el entretenimiento: van montados en una ola lúdica que se vuelve tsunami.
Y en la marea lúdica el cuerpo también adquiere nuevos significados. Toda moda presenta al individuo al mundo, al tiempo que indica su filiación o pertenencia. La indumentaria femenina de la Grecia clásica y la del Swinging London lo ilustran. Es el momento dionisiaco de la cultura, diría Nietzsche, antes reprimida por la disciplina que demandó de sus ciudadanos la primera era de la modernización y, más adelante, dos guerras mundiales. Por todo ello, en la segunda mitad del siglo XX, el aquí y ahora de la vida adquiere un valor y un significado distinto.
Una vitalidad no capturada por otros discursos
Los Beatles atraviesan la década de los sesenta y a partir de ellos ésta adquiere una forma de expresión única e inconfundible. No está de más contrastar el mundo post-68 de la cultura angloamericana con otra cultura líder en occidente, como la francesa. La primera vertiente no pierde su ludismo —incluso lo intensifica— mientras que la segunda lo pierde enseguida.
En el orbe angloamericano el rock crea un espacio de desafío, experimentación y autoafirmación que no existía. En Francia, por el contrario: el ludismo se recodifica en lenguaje político o metapolítico casi de inmediato. Los grandes mandarines intelectuales franceses capturan el espíritu de la rebelión: mientras en Estados Unidos se tiene un Woodstock, Sartre va formulando la justificación filosófica del terrorismo, en tanto Foucault y Derrida hilan las estrategias paranoicas para leer a toda la cultura occidental en clave de un refinado resentimiento. No puede haber más antítesis de lo lúdico. Estos pensadores parten de la genealogía nietzscheana para denunciar lo arbitrario que hay en toda moral, pero su efecto discursivo último no es una liberación sino lo contrario: híper-moralizan nuestra lectura de la existencia social. Desde el cristianismo agustiniano no se había formado un discurso semejante de juicios condenatorios tan categóricos de la interacción humana y sus creaciones culturales.
Podría incluso decirse que la aventura lúdica en el mundo angloparlante comienza a marchitarse cuando los textos de los intelectuales franceses post-68 ingresan al currículo de las humanidades en sus universidades. El fenómeno se desborda y amplifica en una cámara de ecos hasta culminar en lo que ahora se llama cancel culture: una ilusión de infalibilidad moral que acalla e intimida al servicio de un nihilismo sin brújula.
Con todo, la aventura lúdica angloparlante y su espíritu experimental presenta un lado oscuro que no tiene equivalente en la auto-conciencia excesiva de la cultura francesa: las drogas recreativas. La psicodelia Beatle no deja de ser un momento clave en la puesta en marcha de una problemática a la que hasta hoy día no se le encuentra cuadratura. Por su parte, la obsesión de la cultura francesa por marcos abstractos de pensamiento la mantuvo empeñada en articular densos discursos al costo de secar su élan vital hasta tal punto de que la inocencia de las palabras y las cosas se volvió sencillamente imposible.
Hegel Pop: autoconciencia de la condición moderna
El timing de los Beatles fue preciso. Nacen con la aldea global y deciden disolverse justo cuando la escena del rock y su público ha madurado lo suficiente para poner la atención en grandes músicos virtuosos y performers imaginativos: una pléyade de talentos que hicieron del rock una gran aventura de creación colectiva. Para ser leyenda, la agrupación Beatle debía morir joven. Hubiera sido un error empeñarse en un protagonismo durante los setentas —década cuya riqueza ha sido infravalorada— que habría expuesto las limitaciones del cuarteto. Obras maestras como Dark Side of the Moon (Pink Floyd, 1973) son inconcebibles sin la lírica y la atmósfera de canciones como “A Day in the Life”. Ser moderno es interrogarse, una y otra vez, sobre las coordenadas de nuestra condición en la simultaneidad de eventos efímeros y contingentes.
Cincuenta años después, la enfermedad nos retira al espacio privado y a una subjetividad exacerbada. La pandemia del covid-19 lleva hasta sus últimas consecuencias las tendencias atomizadoras a la que nos arroja el giro económico y tecnológico de las últimas décadas. Se viene perdiendo cada vez más ese common world del que hablaba Hannah Arendt, de las distintas prácticas sociales que hacen posible una interacción racional. Sin marcos de referencia —que tengan su correlativo en espacios físicos concurrentes, temas convergentes y experiencias compartidas— en la esfera pública las opiniones se reducen a exabruptos pulsionales, como ya advertía Arendt, cual si anticipara la era de las redes sociales.
Por contraste, la era Beatle destaca por una celebración de la libertad secular y ecuménica, sin el delirio recriminatorio al servicio de discursos de la identidad a los que hoy día todo el mundo rinde tributo —de dientes para afuera y rendidos ante la retórica de la culpa— en esa suerte de complicidad cobarde tan propicia para el reinado de una nueva y amarga ortodoxia: la venganza de San Agustín contra los modernos.
Con la era de las pandemias y confinamientos llega a su fin la celebración de la cultura de masas de las ciudades. Sus grandes eventos referentes —desde los juegos olímpicos y los conciertos de rock, hasta la vida en los estadios que se desborda en calles y avenidas — lucen cada vez más pretéritos. Es el comienzo del ocaso del espíritu de la ciudad moderna que tomará generaciones sustituir con algo mejor.
Canto y consagración
Nuestra época es una en la que se baila o pretende bailar, pero en la que se canta cada vez menos en ocasiones sociales y, cuando ocurre, las canciones son de veinte años atrás o más. Un rito colectivo básico, heredero de la convivencia en la hoguera primigenia, ha quedado degradado. A los Beatles se les deben grandes canciones, pero su éxito también es indisociable de las obras, grandes y pequeñas, de otros artistas de su era, con los que configuraron una especie de ecosistema creativo, de mutua inspiración, que quedó en la memoria de la radio o simplemente en la nuestra. No contamos hoy en día con ecosistemas culturales equivalentes. Acaso quedan salpicados en el paisaje, aquí y allá, algunos nichos interesantes y exóticos, pero para criaturas de gusto tan especializado que nada comparten entre sí. La pérdida de calidad de la canción contemporánea universal, como punto de partida de múltiples afluentes, no deja de ser un reflejo de una erosión y desecación. Estamos frente a un segundo “desencantamiento del mundo”, si se quiere decirlo en clave weberiana.
Los psicólogos dicen que cuando una persona entona una canción espontáneamente acusa un instante feliz, a lo que habrá que añadir que una época vale tanto como sus canciones. And in The End… del mismo modo que el canon occidental es impensable sin un Shakespeare —quien decía de sí que “sabía poco latín y menos griego”— es hora de observar que también el canon está formado por canciones y que los Beatles se inscriben en él por ser no menos espontáneos y fecundos.
Publicado por cultura.nexos.com
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